sábado, 6 de febrero de 2016

DIGAMOS QUE HABLAMOS DE MADRID 5-( Continuación)

  LA CASA DE CALDERÓN DE LA BARCA, UNA DE LAS MÁS ESTRECHAS DE MADRID
Por todos es sabido que el barrio de las letras en Madrid, fue la residencia de algunos de los literatos más prestigiosos que emergieron en España durante el Siglo de Oro (siglos XVI y XVII). Cervantes, Quevedo, Lope de Vega o Calderón de la Barca fueron algunos de los vecinos más ilustres de aquella época.
El número 61 de la Calle Mayor, vivió Calderón de la Barca
Así, ponemos nuestro objetivo, entre los tantos encantos que atesora el centro de la capital, en el número 61 de la Calle Mayor. Es un lugar de obligado peregrinaje, lugar en el que la gente no siempre repara debido al ajetreo del día a día. Por si lo desconocías, fue la residencia de Calderón de la Barca, y no fue destruida en el siglo XIX gracias a la intervención de una persona.
¿Su nombre? Ramón de Mesonero Romanos, quien antes había intentado salvar la casa de Cervantes. El también escritor se presentó en el que había sido el hogar del autor de «La vida es sueño» para evitar que una brigada de demolición derribara las paredes del edificio. Mesonero Romanos no solo les obligó a marcharse sino que permaneció de guardia la noche entera.
                    Placa conmemorativa de Calderón de la Barca
A la mañana siguiente, envió una petición al Ayuntamiento solicitando que se detuviera la demolición por mandato judicial. Su petición fue atendida evitando el fin de un edificio histórico. Así, una placa conmemorativa recuerda a los madrileños y a los turistas que «aquí vivió y murió Don Pedro Calderón de la Barca». Pero el número 61 de la Calle Mayor presenta otra peculiaridad. También se le ha etiquetado como «la casa estrecha» al ser una de las casas más angostas de Madrid -solo mide 5 metros de ancho-
BARRIO DE LAS LETRAS: Un vecindario de Genios en Pleno Siglo de Oro. 
         Quevedo, Calderón, Lope de Vega, Cervantes, Góngora… 
                            Todos vivían en la misma zona, algo único en el mundo: 
Iglesia de las Trinitarias. Donde buscan los restos de 
Miguel de Cervantes.
En apenas dos decenas de manzanas, convivieron durante el Siglo de Oro algunos de los más ilustres hombres de letras de España. Era un barrio tocado por el destino, entre cuyas casas de adobe y ladrillo y sus calles enfangadas las musas repartieron sus gracias con prodigalidad sin límite. Lope, Góngora, Cervantes, Quevedo, Calderón...  convivían casi pared con pared, se tropezaban en las calles y compartían un tiempo de miseria moral y económica, pero de una riqueza literaria sin parangón.
Pero ¿por qué coincidió allí tal colección de talentos? La razón, como casi siempre, la da la oportunidad del lugar: En Madrid existían tres mentideros, en plazas enlozadas en las que era más cómodo pasear sin enfangarse: las Gradas de San Felipe –especializadas en asuntos militares y de gente de armas, muy cerca de la calle del Correo, donde llegaban las postas con las noticias–; las losas de Palacio y el Mentidero de Representantes, donde solían juntarse las gentes del teatro: artistas, actores, poetas, escritores... y que estaba en la confluencia de las calles Prado y León. Por eso los literatos de la época buscaban casa en sus proximidades, Miguel de Cervantes, era también vecino de este mismo barrio.                               






SIN PIEDRA NI CAL: Un barrio lleno de genios: convivieron Lope de Vega, Cervantes,
Góngora o Quevedo. Todos eran compañeros de profesión y entrañables enemigos, en un siglo en que la crítica feroz, en ocasiones incluso cruel, del rival era poco menos que el deporte nacional. Aunque entonces aún no se le llamaba así, el Barrio de las Letras era un vecindario «pobre, muy pobre, de casa de adobe, porque la piedra era muy cara». En efecto, la cantera más cercana estaba en El Escorial, a 37 kilómetros, lo que suponía dos jornadas de ida y otras tantas de vuelta. Tampoco había cal en Madrid, había que traerla de fuera y eso convertía el mortero en todo un lujo. Eran tiempos de lenguas como cuchillos y de navajazos en las esquinas oscuras –muy abundantes ambos–. Y algunos de los peligros caían del cielo en estado líquido;  «Madrid no tenía cloaca máxima, como Roma, y pasó de 20.000 habitantes en 1561 a subir a 80.000 cuando llegó la Corte». Como no había desagües, existía una prohibición expresa de abrir retretes – «salvo los conventos, que tenían permiso de excusado»–.

¡AGUA VA!
Las aguas menores y mayores se guardaban en casa, en bacinillas, vasijas y orinales, hasta que llegaba la llamada «hora menguada», que es cuando estaba permitido tirarlos a la calle: las 22.00 horas en invierno, y las 23.00 en verano. Peligroso momento para dar un paseo.
Y si daño hacían puñales y bacinillas, aún peor podían ser algunas lenguas viperinas. Como las de Quevedo y el Conde de Villamediana, Juan de Tassis. «Era un mundo despiadado: a Juan Ruiz de Alarcón, que tenía doble joroba, le llamaban “poeta entre dos platos”. o “galápago”». Claro que él no se quedaba a la zaga: respondió a Quevedo con un poema titulado «Patacoja».
Aquellos jovenzuelos atrevidos y dotados de talento excepcional descubren que al vecindario acaba de llegar un personaje de otro siglo y de otro rey: Cervantes. Ya es anciano, hidalgo sin fortuna ni fama, pero trae bajo el brazo la primera parte de su Quijote, en la que todos reconocen una obra maestra. Lo que no impidió que también le hicieran objeto de sus pullas. No faltaba la animación en este Barrio de las Letras de comienzos del siglo XVII: «Había –explica el historiador Prado–tres casas de lenocinio en Madrid, y una está frente a la vivienda de Lope de Vega». Pero decía Quevedo que era tan cara que «sólo si calzas espuelas puedes catar carne». Madrid abunda en soldados, y los burdeles florecen: en 1660 había ya 800 abiertos            VELOS DE MONJA


 
En este clima tan «animado», no son extrañas las anécdotas. Se sabe que en 1629, Pedro Calderón de la Barca, recién llegado de Flandes, pasea con su hermano José por el Mentidero de Representantes. De repente, el actor Pedro de Villegas propina una puñalada por la espalda a José –en relaciones con su hermana– y huye a la carrera.
La gente le persigue gritando. «¡Al asesino!», y él trepa por los andamios instalados en las Trinitarias para su ampliación, escapando. Los perseguidores asaltan el convento, y corre el rumor de que el huído «se ha vestido de monja». Deciden levantarle  el velo a todas para encontrarlo. La priora es la hija de Lope de Vega, sor Marcela, a la que el escritor adora. Por eso, Lope se indigna con los hechos, y se lo cuenta a su amigo Fray Hortensio Félix de Paradicino, que larga diatribas contra Calderón por fomentar ese asalto sacrílego. Calderón se la devolvió a los pocos días, cambiando unos versos de «El Príncipe Constante» para su estreno, riéndose del predicador. «Felipe IV tuvo que mediar para conseguir la paz», explica Prado.
                                                          CALLES DE MADRID
Madrid, inmenso abanico de lugares y preferencias, engloba también calles para todos los tamaños y gustos.
Desde la calle de Rompelanzas, la más pequeña de la ciudad con apenas 20 metros de longitud, a la calle Alcalá, la más grande con 10 kilómetros, que además es la segunda más extensa de España, Rompelanzas, ubicada entre sus homólogas de Preciados y del Carmen, debe su nombre a un «problema» que provocaba en el siglo XVI, cuando, a su paso por allí, se rompían las lanzas de
madera de los carruajes de la época.    LA BEATA CLARA: 
LA BRUJA CUYA DETENCIÓN PROVOCÓ UN TERREMOTO EN MADRID
A principios del siglo XIX, el número 6 de la calle Cantarranas, ahora reconvertida en la de Lope de Vega, era un diario bullir de gentes en busca de sanación, consuelo espiritual, consejo financiero o asesoramiento político. Y todo de la mano de una misma persona, la llamada «beata Clara». Aunque finalmente se demostró que poco tenía de santa, durante unos cuantos años lo más granado de la sociedad madrileña y de la Corte se reunía en sus aposentos con el incontrolable deseo de mejorar sus vidas. Experta en bebedizos, magia y superchería, como recuerda Jesús Callejo en su libro «Un Madrid insólito», esta mujer lo mismo ofrecía recomendaciones para un mal de amores que para problemas de esterilidad o de dinero, pasando por apuestas o asuntos de Estado.
Al parecer, aconsejada por su madre y su confesor, se fingió tullida muchos años y tocada por el halo divino y el don de los milagros. Haciéndose pasar por vidente y milagrera -no en vano hacía creer que se alimentaba exclusivamente de pan eucarístico-, sus incautos clientes dejaban soberanas limosnas en justo pago por sus servicios. SANTO OFICIO

Fue capaz de embaucar a todos de tal manera que, incluso, la leyenda cuenta que logró de Roma una dispensa para hacer los tres votos de monja de Santa Clara. Pero, eso sí, sin la obligación de la clausura, ya que sus supuestas dolencias se lo impedían.

Tal fue su éxito que se mudó a otro inmueble situado en la calle de los Santos, junto a San Francisco. Allí continuó con su saneado «negocio», mostrándose en trance si era requerida en ello.
Finalmente, fue castigada a reclusión por el Santo Oficio, junto a sus dos principales cómplices. Una criada despechada -había sido despedida meses antes- fue la causante del encierro, ya que no pudo guardar por más tiempo el secreto de la farsa y se lo confesó todo al párroco de San Andrés. Sin embargo, como ocurre a veces, el pueblo llano no se conformó y necesitaba creer en su «milagrera». Fue necesaria la actuación de la Inquisición para cerrar la vivienda, ya que fueron muchos los madrileños que acudieron en masa para arrancar y eso de las paredes y guardarlo como reliquia.
Fíjense si el vulgo es crédulo que cuando la ciudad se sacudió por un terremoto en 1804, muchos fueron los que atribuyeron el suceso a la «injusta» detención de la beata Clara.


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